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viernes, 3 de enero de 2020

Los Reyes Magos, colaboración de Rafael López Villar

Siempre mágicos los reyes en esa noche llegan para todos los niños.
Primera colaboración del año y tengo que reconocer que me ha encantado, no sabéis lo que me gusta leer estos trabajos que son fruto de vuestros recuerdos, animaros y usad el blog como algo vuestro. 
Gracias a Rafael López por su generosidad. Esta es su historia que se que os gustara.
    Era el año 1957 y hacía tres meses que había nacido mi hermana. Supongo que la tristeza de lo que había acontecido con el comercio y con mi abuelo debía de lastrar el ambiente familiar, pero si algo no permitieron jamás mis padres, ni en los momentos más difíciles en los que llegar a final de mes era una tarea imposible, es que los Reyes Magos, que para eso eran reyes y eran magos, acusaran de ninguna forma la situación económica familiar. 
    Vivíamos entonces en una casa en la Carretera de Mariñamansa, hoy Avenida de Zamora, no estoy seguro si en el 53 o en el 57 actual. Recuerdo la mayor parte de la casa con una claridad que al parecer es imposible para un niño de cuatro años recién cumplidos, pero con la certeza de haber contrastado esos recuerdos con mi madre. La mayor parte de la vida la hacíamos en la parte posterior, donde estaban un cuarto de estar y la cocina, con una despensa que rememoro de tamaño descomunal, seguramente por contraste con mi tamaño,  y que compartían una galería que daba a la parte trasera, al huerto de Don Ceferino y Doña Rosa. Un huerto al que bajaba con cierta frecuencia a jugar y a comer con ellos “arroz con pollo muerto”, juegos y comidas en los que también participaban mis vecinas de arriba, María Ascensión y  María Esperanza, que eran más o menos de mi edad, las hijas de Chito y Maruja.  Un pasillo largo, largo, largo, con diferentes estancias en su lado izquierdo, el opuesto a la escalera y puerta de entrada, enlazaba con la parte delantera donde estaba el salón principal, que no parece que usáramos especialmente. Pero fue allí, en aquel salón, donde los Reyes Magos decidieron dejar aquellos regalos que serían los de nuestras últimas navidades como habitantes residentes de Orense. Y seguramente lo eligieron porque su puerta estaba anexa a la puerta de la calle y todo era más fácil para dejar los regalos, dado el volumen que tenían.
     Es difícil saber cómo funciona la memoria, en que parámetros se basa para perpetuar unos hechos frente a otros, pero sí sé que si cierro los ojos aún puedo ver, aún puedo asomarme a aquella mañana como si estuviera sucediendo ahora mismo.  Me contó mi madre que había muchos más regalos, pero yo recuerdo cuatro, yo veo cuatro con la claridad engañosa que me hace creer que aún puedo cogerlos. Mi coche de pedales, mi toro, un toro de cartón, con una base de madera y ruedines, más alto que yo, las gafas de mi madre y unas tijeras de costura, largas, en una funda roja.
     Las gafas y las tijeras aún están por casa, mi coche y mi toro apenas pude disfrutarlos unos meses, los que transcurrieron hasta nuestra partida a Madrid para que mi padre empezara su andadura laboral en el Barreiros de sus amigos Valeriano y Graciliano.   En la habitación alquilada, que entonces tuvimos que compartir en una casa en la calle Menéndez Pelayo de Madrid, no cabían ni el coche de pedales, ni el toro, en realidad casi ni nosotros cuatro. Dos juguetes que añoré durante toda mi infancia y que aún hoy recuerdo con saudade, con el anhelo de lo que siendo mío nunca pude disfrutar.
     Aquellos juguetes fueron a parar al chalet de don Fabriciano y doña Matilde, los suegros de mi tío Virgilio, que estaba, y aún está, en la calle del Concejo, para mayor disfrute de mis primos, y allí pude reencontrarme con ellos, ocasionalmente, cuando íbamos a Orense y visitábamos el chalet. Tal vez por esto, o no, para mí la fiesta de los Reyes siempre fue la esperanza no cumplida de otro coche de pedales, la ilusión de descubrir una estancia llena de regalos y al día siguiente iniciar la selección de los que vendrían al año siguiente, la búsqueda, la carta, el hallazgo de última hora. Y aunque nunca más llegó mi añorado coche, aunque esa expectativa nunca acabó de culminarse, siempre recibí regalos que mis padres nunca hubieran podido compararme y que los Reyes se encargaban de que llegaran a mis manos. Algunos, según supe después, construidos por mi padre con sus propias manos. Recuerdo un fuerte, y un garaje de varios pisos que también se quedó en Orense.
               Gracias. Con todo el amor a mis padres que me inculcaron la ilusión, con toda la felicidad de seguir creyendo en los Reyes, con toda la satisfacción de ver a mis hijos y a mi nieta como siguen viviendo la fiesta. Gracias a SSMM los Reyes Magos de Oriente por recuperar lo mejor de nosotros mismos, nuestra infancia, nuestra inocencia, aunque a veces se nos pierda en el día a día, aunque solo la encontremos una noche al año.
A Rafael López Cid Y Consuelo Villar Ferreiro, mis padres.