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jueves, 19 de septiembre de 2019

Recuerdos del Posio, Aurelio Álvarez I

Este es el "Reino" del que nos habla Aurelio en sus recuerdos.
Os vais animando a colaborar con textos en Ourense no tempo y yo que os lo agradezco; no en vano el blog nació porque yo quería leer historias y vivencias del Ourense que fue.
  Hoy es el amigo Aurelio Álvarez, (casi de la familia, ya que por amistad su padre el conocido Doctor Eustaquio Álvarez Eire, fue padrino de mi hermano mayor), quien se anima a comenzar una colaboración que va a tener varios capítulos, hoy el primero nos lleva a su infancia y vivencias que de alguna manera años después también tuve yo, El Posio, El San Fernando El Dario, las canicas..... Espero que os guste y a Aurelio agradecerle su colaboración. GRACIAS

LAS BOLAS ( de cristal) DEL DARÍO.

        El himno nacional español sonaba  muy malamente. Los rancios y anticuados altavoces, incluso para aquella época, apenas hacían audibles los chunda-chunda "trompeteriles" de aquella marcha sonora que tanta importancia le daban los maestros del colegio. No obstante los chirridos inaudibles procedentes de aquel viejo pickup, sus notas musicales nos mantenían erguidos y meridianamente firmes ante nuestros pupitres de madera, con el rabillo del ojo puesto en los paseos amenazantes del Director, quien, vara en mano, escrutaba implacable cualquier ademán de desapego o irreverencia marcial ante tan importante pieza musical.

       Así, a las nueve de la mañana, empezaba una jornada cualquiera de las clases de párvulos en el colegio San Fernando, a finales de los años cincuenta. Años grises, tristes, pobres. Años de la “longa noite de pedra” que tan acertadamente serían descritos por el ilustre Celso Emilio Ferreiro.
A media mañana, el disfrute del recreo se percibía como una suerte de bocanada de aire limpio que nos alejaba momentáneamente de la rigidez cuartelaria de la enseñanza imperante. Embozados en el jersey de lana gruesa hecho por nuestra madre, encima de una camisa de tejido indescifrable, probablemente confeccionada en los talleres de Sabadell, sobre una camiseta blanca de felpa, introducido todo ello en un pantalón corto de una tela ruda y dura ,anti raspaduras contra las piedras de la calle, salíamos al patio oxigenador. Estaba situado éste, como un bosque encantado, al mismo nivel con la primera planta del edificio, de la calle Padre Feijóo, en donde se ubicaba el colegio.
El viejo edificio que albergó al San Fernando (Padre Feijoo 1), antes ya había sido colegio de las Josefinas ,
 ¡por cierto! si alguien esta interesado está en venta.. (foto Google Eart)

Algunos, desde la altura, protegidos por una baranda metálica, mirábamos con curiosidad hacia la calle envidiando la “libertad” de los "paseúntes", o los nuevos letreros que unos jóvenes muchachos pegaban en las paredes del muro trasero de la iglesia de la Santísima Trinidad con un  sorprendente mensaje, “TRA-PA-BO-CHA”. Otros, en el patio, jugaban a la pelota, las niñas, al “brilé” o al “Pase misí  pase misá, por la puerta de Alcalá…” y otros, flexionando  las delgadas piernecillas de nuestros apenas seis años de edad, empujaban las chapas de las botellas, a través de un circuito, a modo de carretera, delimitado en la tierra con un palo de algunos de los árboles del patio.
     Pero, más allá, ante un corrillo expectante de chavales, se estaba realizando por vez primera, al menos para mí, una réplica modernizada de las chapas. En vez de utilizar las tapas de las botellas, los intrépidos y veloces objetos estaban constituidos por unas esferas de aspecto basto, pero que adquirían una inusitada velocidad al ser eficaz y certeramente manipuladas por los audaces conductores. ¡Era el juego de las bolas!(Al parecer en "Madriz" se les llamaba “canicas”, lo que no nos entusiasmaba nada por la similitud con la habitual y ominosa denominación que nuestros progenitores solían atribuir a nuestras finas y esbeltas piernas).
    Estas bolas, hechas de barro cocido, tenían un tamaño importante y su manejo se me hacía harto difícil. Nunca conseguí emular a los ases de este juego. Siempre me pareció imposible colocar correctamente la bola en el punto de máxima presión, entre el vértice de las falanges del pulgar y el extremo del dedo índice,  para imprimir la velocidad y dirección suficientes con las que garantizar una participación en el juego  medianamente decente. O sea, ¡que no se me daba nada bien esto de las bolas! Sin embargo mi fascinación por alguno de sus elementos, influiría de tal forma en mí, que hoy tropecientos años después, aún recuerdo con nitidez muchos de sus detalles.
      Me acerqué, curioso y expectante, al corrillo en donde se desarrollaba una carrera de estos sorprendentes y mágicos objetos. Entre ellos había un rapaz que utilizaba, con enorme destreza, unas bolas radiantes, de vivos colores, aspecto más que atrayente y además provistas de una vertiginosa velocidad que provocaban la admiración de mis ávidos ojos. ¡Eran las “cubanas”!
- ¿De dónde has sacado esas bolas?-  pregunté.
- Pues me las trajo mi tío de Venezuela.
- ¡Jo! ¿Y aquí no las hay?
- Sí claro, chaval, las puedes comprar en “el Darío”.
- ¿Qué es “el Darío”?.
- Pues es una tienda de juguetes que está aquí cerca. Sales del cole, coges la calle que baja, por donde jugamos al frontón en la pared del Instituto y en la esquina que cruza, en la Calle Villar, ahí la tienes.

      Tanta facilidad para conseguir aquellos objetos centelleantes y mágicos, que me permitirían ser un integrante más de los circuitos de carreras más modernos de la época, acrecentó mi ansia por su inmediata adquisición.
Al salir de clase realicé el recorrido que mi amigo me había indicado. La tienda ocupaba la esquina del bajo de un edificio entre las dos calles citadas. La puerta en el chaflán y al lado dos ventanas repletas de juguetes, a cada cual más atrayente. En un lateral vi a algunas de estas maravillosas bolitas, que irradiaban unas luces evocadoras de paraísos estelares e infinitos.
Regresé a casa con la intención de convencer a mi madre para que me permitiese la compra  de tan sugerentes esferitas. Tal debió ser mi poder de convicción, o en realidad mi insistente apología de las bondades estéticas y lúdicas de “las cubanas” (evidentemente me refiero a las bolas) que mi agotada madre accedió a permitir mi agobiante transacción a condición de conocer su precio.
La astucia de mi progenitora, para retrasar el asunto, en modo alguno fue un obstáculo para mi decidida adquisición.
Y en efecto, a los pocos días, impregnado del valor correspondiente, cual conquistador de imperios ultramarinos, salí de casa en una mañana fría del habitual invierno orensano, un poco antes de la hora de entrada al Colegio, cargado con mi cartera de cuero con el catón y demás libros de parvulario inicié, tras salir de casa de mis padres en el comienzo de la Calle Generalísimo Franco, en pos de la averiguación del precio de las canicas.
El mostrador del Dario casi igual que en aquellos años,
 yo recuerdo cuando no alcanzaba a ver el cristal superior,
  después crecí un "poco"
Por la acera, pasé delante del local de alimentación regentado por un familiar,   Joaquín Eire. En el mismo edificio donde vivía la familia Sánchez Abundancia. Crucé a continuación por delante de la casa, recién construida, de Manolo Rego, Jose Luis Villalba y el profesor Don Julio Ogando. Un poco más allá, delante de un Colegio femenino y antes de la tienda de saneamientos, crucé a la otra acera, accediendo al Jardín del Posío por su puerta Sur. Subí los dos o tres peldaños y al poco de entrar al paseo de las palmeras, singularmente rodeados sus troncos con una plataforma circular de cerámica, permanentemente manchada de excrementos de pájaros, torcí a la izquierda, hacia la pajarera, y hacia la zona por donde habitualmente se encontraban los pavos reales. Me acomode la correa de la cartera sobre la trenka de paño e incrementé el paso ligeramente para no retrasarme. Al cruzar la puerta Oeste del Jardín, la que emboca la Calle Padre Feijoo, pude observar el quiosco que ya aparecía rodeado de jóvenes clientes, alumnos del Instituto de enseñanza media, comprando el pitillo mañanero. Y después, pasada la fachada principal del Centro de Enseñanza, alcancé, finalmente, la puerta de entrada del Colegio San Fernando.
Al salir de clase, procuré en lo posible no atropellar a ninguno de mis compañeros en mi recorrido hasta la ansiada tienda del “Darío”. Crucé la puerta y observé, detrás de un largo mostrador de madera con un gran acristalamiento en su parte superior, a una señora de mediana edad, con el pelo recogido en un moño desplazado hacia la nuca, a modo de aderezo imposible, y enfundada en un delantal de tonos grises y negros. Varios clientes charlaban con ella en lo que se suponía la compra de cualquier artículo. El espectáculo de la tienda me pareció fascinante. Enormes estanterías que llegaban hasta el altísimo techo del local (eso me pareció) contenían múltiples cajas y cestas con objetos que, como enseres maravillosos de un bazar oriental, como en las películas que ponían en el cine Losada del Paseo, se encontraban dispuestos para ser disfrutados y admirados por los clientes de toda condición, y tal vez  por un asustadizo niño como yo.
Este era Aurelio de pequeño.
 su narración es de años después

Fijé mi mirada en el mostrador. ¡Y allí estaban! Perfectamente apiladas y ordenadas en una caja. De los colorines más fantásticos y relucientes que uno se pudiese imaginar.
-¿Qué quieres neno?-me preguntó, con voz queda, la señora de la bata de cuadros grises y moño en la nuca.
-Ehh, pues,…quisiera ver/tocar/palpar/tal vez comprar…esas bolas de cristal (no recuerdo cual fue el verbo utilizado, pero cualquiera valdría).
La dependienta sacó la caja de cartón, bajo el mostrador. Dentro había unas veinte piezas maravillosas, que como, al parecer, venían de Venezuela, enseguida se me evocaron imágenes de la selva amazónica, llenas de color o mejor de colorido intenso y fulgurante, construidas, seguramente, por manos delicadas de indios buenos vestidos con taparrabos, plumas en la cabeza y tiznadas las sienes con colores azules intensos…igual que en los chistes que mi padre me compraba en el kiosko de Eudosia,”la Viuda”, madre del Lucho.
-¿Cuánto cuestan?-pregunté, en voz baja, en parte temeroso y en parte ilusionado.
-Pues, éstas, las de cristal, a peseta cada una - respondió la señora de bata gris y moño en la nuca.
-(¿Queeee?, dije para mis adentros).Vale gracias. Ya vendré otro día.
Imposible, inaceptable, carísimas, nunca podré tener estas bolas cubanas, venezolanas o de dónde demonios vengan. Las de barro estaban a “perra chica”, es decir cinco céntimos, lo que era asequible, pero ¡una peseta cada una!...Solo un milagro podría conseguir que tuviese alguna de esas maravillas.....

La próxima semana el desenlace....